viernes, 10 de abril de 2009

40






Te acaricia lo díficil, aquello a lo que nunca llegaste. Una mano que contacta tus letras, las envuelve, porque sabe que tú eres ellas. Se asombra la sombra de encontrar tantas nuevas palabras, que tú ya no eres la misma, aunque lo seas. Esa cosa lánguida y oscura que atraviesa tu suerte, vuelve como dardo de la memoria a ofuscarte el corazón. A revivirte todas tus tristezas, tus inseguridades, toda esa inmadurez que sufriste. Y lloras. Lloras a lo bajo para que el café no deje de calentarte las manos y colmarte los receptores olfativos. Qué más da. Lo que te importa no es que te vean llorar, sino no verte llorar a ti misma. Imposible. Pero casi alcanzable. Derramas las lágrimas, derrotada. Adiós al olorcillo gustoso a país exótico. Cuando te hundes, te hundes, y no abarcas nada más. Camarero, tome su dinero y mi café a medias, no me mire a los ojos. El chasquido del monedero al cerrarse suena a despedida y te acelera todo. Es esa sensación: cuando notas cada ruido o gesto desgarradoramente violento, brusco, rápido. ¿Nunca le ha pasado caballero? Incluso cuando te mira de reojo ese señor de sombrero te agitas por dentro, pero de una forma apresurada y dolorosa. Todo mientras caminas rápida por las calles grises, mojadas, en una ciudad que parece una taza de café, con la humedad y los charcos evaporándose tal y como lo hacían los humos y vapores de tu bebida matinal.
Hace día nublado. Alguien ha fumado un inmenso cigarrillo y ha dejado todo el humo por estas calles. Será quizás por eso que ha vuelto. La sombra, lo oscuro, el dolor. Caminas tan vívidamente que piensas, ojalá estuviera tan muerta como todos esos hombres que hoy no pueden trabajar, y sólo duermen, tranquilos, apaciguados. Los domingos, los martes. No controlas nada.
Vas mirando hacia abajo, intentando mirar lo menos posible. No sabes adónde vas. Cruzas una carretera sin darte cuenta de que un coche grande se dirige hacia ti. Un frenazo, una bocina. Te asustas. Frenas. ¿Se le ha roto algo señorita? No, sólo un tacón, y la posibilidad de correr, te gustaría añadir. Sola, estás tan sola. El conductor se ofrece a llevarte, de algún modo se tiene que excusar. Y no sabes por qué, pero no niegas el ofrecimiento. Qué extraño. Me estoy montando en el coche de un desconocido y no me importa. Ahhhh... vas aprendiendo a guardar el miedo en el bolso, pequeña. Los miedos minúsculos. Porque aún aúlla y se acurruca el dolor sinuoso, recorriendo tus curvas, mientras dejas la vista clavada al frente, en el asiento trasero de un renault.
Hemos llegado, sonríe el conductor volviendo la cabeza atrás. Te abre la puerta, y echa a andar contigo. Ni siquiera te preguntas por qué esta vez. ¡Qué cosas! La sombra ya no está sobre ti, solo se agarra a tus pies y queda alargada, en el suelo. Ya son las cinco. No sabes qué ha pasado en todo este tiempo, cómo se han llenado las horas. O sí lo sabes. Pero no crees que se puedan llenar con tan poco. Con tan pocos pensamientos, remordimientos, ahogos. Él sigue caminando a tu lado.
Te fijas. ¡Oh! Él también lleva una sombra colgando de sus zapatos marrones. Vas subiendo la mirada. Pantalones grises, elegantes, planchados con una raya. Chaqueta gris oscura, bien llevada, sobre una camisa, porte arrebatador. Hombros anchos. Manos bonitas, grandes, ásperas. Te atreves un poco más. Lo miras a la cara. Parece que no lo has mirado antes. ¿Acaso lo miraste antes? Sus ojos encuentran los tuyos, ambos os buscabáis, ambos ignorando que el otro podría estar también mirando. Sorpresa. Desconcierto. ¿Entendimiento?
Estás sentada en una cama, atardece, la habitación es sombría, pero se distinguen perfectamente las formas, incluso el color. Esas manos grandes, te tocan, te acarician. Son tan tangibles, tan reales. Huelen bien. Te recorren con admiración y se acercan a la cremallera de tu vestido, con maestría te desenvuelven de la ropa. Pero no sólo de la ropa, no. Esas manos, ese hombre, está desprendiéndose de tu sombra, de un modo tan sencillo, tan claro, tan definitivo, que una alegría inmensa aparece por fin en tu pecho y llega hasta cada confín de tus extremidades, con una fuerza inmensa, que salta más allá de ti y lo alcanza a él. Y ahora os encontráis abrazados por cuerpo y alegría, en una cama de un ático cualquiera, con la persiana casi bajada. Mientras tu vestido y sus pantalones y su chaqueta y su camisa descansan caóticos por la habitación. La sombra ha desaparecido.

1 comentario:

Ana C.H. dijo...

arránqueme, señora, las ropas y las dudas. desnúdeme. desdúdeme.

eduardo galeano.